jueves, 17 de julio de 2014

Derechos

POR UNA RENTA BÁSICA UNIVERSAL I
Los Derechos Humanos y la fabula de la cigarra y la hormiga

Josué Díaz Moreno

Repasando la sucesión vertiginosa de acontecimientos acaecidos durante el segundo trimestre del año, que no hacen sino evidenciar el cambio de paradigma en el que nos hallamos inmersos, relucen a viva luz debates nuevos y antiguos sobre los que, pese a las resistencias de los de siempre, se hace necesario profundizar. En mi entorno próximo, uno de los que más pasiones levanta es el debate sobre la renta básica universal.

Tratando de establecer una caracterización conceptual de los argumentos de sus detractores, encontraríamos:
  • Razones de liquidez, que sitúan el foco sobre la competitividad en un mundo de recursos limitados: “no hay dinero suficiente para todos”, que significa decir que el hombre es un animal competitivo y la exclusión de mis iguales es una condición consustancial a nuestra naturaleza que permite garantizar mi supervivencia, negando pues el principio de igualdad.
  •  Razones de productividad, que sitúan el foco sobre el colapso mismo del sistema. “Se generalizaría una cultura de la desocupación e inactividad”, equiparando la relevancia del ser al de una máquina y presuponiendo que el hombre es un animal vago y ocioso. En consecuencia, si nuestra esencia se define por lo que somos capaces de producir, negamos nuestra libertad.
  •   Razones de insolidaridad, que sitúan el foco sobre la categorización de los derechos como adquisiciones y méritos individuales, “hay que trabajar para ganarse las cosas”, “si yo debo trabajar para ganarme la vida, por qué pagar a otros con mis impuestos para que no trabajen”, “unos quieren vivir a costa de otros”. Ello supone la jerarquización de la especie humana, la constatación de una naturaleza lobuna y la negación del principio de la solidaridad.

Si nos detenemos en el análisis de las razones y lanzamos trazos de interconexión podemos aseverar bajo este planteamiento que: el hombre es un bien productivo, que en un entorno de recursos limitados,  compite como un lobo contra sí mismo y otros hombres por sus derechos, en una dinámica excluyente, donde yo, sólo yo, mi trabajo, mi esfuerzo y mis méritos, me salvan y me permiten adquirir mis derechos y disfrutar de unas condiciones de vida óptimas  que otros no han alcanzado por vaguedad, demérito y debilidad. Se trata de una simplificación que reduce el conflicto vital a una cuestión de cigarras y hormigas.

Todos estos argumentos, tienen como punto de partida y de llegada el paradigma neoliberal, que obviamente, sólo considera los derechos y las libertades desde la perspectiva de un enfoque materialista. La emancipación del ser se alcanza a través de la construcción de espacios de libertad negativa –dejar hacer/ no hacer- y de la deconstrucción de aquellos espacios de libertad positiva –hacer para que otros disfruten derechos y libertades. Fruto de esa competencia por la libertad individual como conquista frente a la libertad colectiva, los derechos serían una conquista de aquellos privilegiados que han salido airosos en el choque por el ejercicio de libertades. Retrocedemos pues a un escenario pre contrato social, en el que la humanidad, toda vez que se ha reinstaurado la  jungla, es una cuestión de lobos y lobeznos.

Frente a ello, considero necesario abrir el debate un poco más, aproximándonos desde el enfoque de los Derechos Humanos y la Economía Política. En este primer artículo lo analizaremos desde el campo de los Derechos Humanos.

Los Derechos Humanos como estándar de felicidad.
Para la civilización occidental, los Derechos Humanos constituyen el marco de convivencia sobre el que se garantiza la emancipación y la dignidad del ser. Es indudable que el disfrute y ejercicio de los Derechos Humanos favorece y proporciona elevadas dosis de felicidad, y que precisamente aquellas sociedades donde los individuos gozan de un marco estable y suficiente de satisfacción de sus derechos, los niveles de felicidad experimentados son mayores[1].

Ahora bien, en un mundo global capitalista regido por el paradigma neoliberal de la jungla y los lobos, con el eje cigarra-hormiga como kist de los nuevos horizontes distópicos, personas, familias y Estados quedan condicionadas por la interacción resultante de  interdependencias asimétricas globales y locales, donde la satisfacción material de los Derechos Humanos queda reducida a una simple cuestión presupuestaria, o peor aún, de liquidez, tal como nos han querido hacer creer el PP, el PSOE y la Troika tras la reforma del artículo 135 de la Constitución Española, propiciada por la presión y ataques de los mercados financieros a los Estados Soberanos; o si se prefiere una muestra más clara, en nuestra misma  Constitución se establece una jerarquización de derechos fundamentales[2].

Frente a ello, conviene recordar los principios definitorios de los Derechos Humanos y sus implicaciones: universales, irrenunciables, inalienables, iguales y no discriminatorios, interdependientes e indivisibles[3]. Los Derechos Humanos, son inherentes al ser y como tal, inmutables y ahistóricos. Ahora bien, la Declaración Universal de los Derechos Humanos debe considerarse como un corpus mínimo inacabado del reconocimiento de las diferentes generaciones de Derechos Humanos[4], fruto de procesos históricos de progreso y regreso conforme a utopías ascendentes y descendentes que tuvieron una intensificación manifiesta durante los siglos XIX y XX. Por lo tanto, conviene dejar claro que si bien los Derechos Humanos nos pertenecen, su satisfacción material y disfrute no nos ha venido dado, y si los ciudadanos de a pie no luchamos, los de siempre, nos los arrebatan.

Precisamente, el escenario europeo actual representa claramente un proceso de regreso en materia de Derechos Humanos, iniciado en la década de los 70, y de manera más acelerada tras la caía del muro de Berlín. El paradigma económico neoliberal ha ido erosionando progresivamente el Estado de Bienestar, modelo mejorable de convivencia pero que a pesar de todo proporcionaba elevadas dosis de satisfacción material de los derechos económicos, sociales y culturales a través de políticas sociales redistributivas y equitativas.

En este nuevo marco social y político globalizado, en el que la ciudadanía sigue definiéndose a partir de las rentas del trabajo, la solidaridad de los trabajadores ha sido la gran derrotada a escala global. En la gran dictadura de los mercados, los trabajadores del mundo compiten por una oferta a la baja de salarios  a cambio de la renuncia de derechos laborales. El dilema radica en ser competitivos a costa de los derechos conquistados tras siglos de lucha de clases. En este contexto, surge una nueva clase social, el precariado, que es a los trabajadores lo que la globalización financiera a los mercados y transnacionales, pero desde una lógica descendente y claramente distópica.

Los ciudadanos-trabajadores en precario se encuentran en situación de pobreza. Tener un trabajo remunerado no garantiza el bienestar, ni genera las capacidades para transformar la renta en acceso y satisfacción de derechos, proceso propulsor del desarrollo y la libertad[5]. Si quien trabaja bajo un régimen de precariado, en un contexto de elevación de los costes fijos de la vida, a pesar de haber renunciado a sus derechos para ello, no obtiene rentas suficientes para salir de la pobreza, se encuentra en una situación de gran vulnerabilidad. Se trata de un trabajo insuficiente, que no respeta la dignidad del trabajador ni contempla la satisfacción de sus necesidades humanas básicas, un trabajo en condiciones de explotación humana. ¿Podemos hablar entonces de formas contemporáneas de esclavitud o  de neoesclavitud?

Consecuencia, si el imperfecto modelo de Bienestar aseguraba elevadas dosis de satisfacción material de los Derechos Humanos, reduciendo las tasas de exclusión social y amortiguando y  mitigando las bolsas de marginación, con gran fluctuación y posibilidades reales de movilidad, en el modelo actual, las masas de sectores excluidos son cada vez mayores y las bolsas de marginalidad crecientes y con tendencia al estancamiento crónico [6].

Retomando la dimensión de estándar de felicidad atribuible a los Derechos Humanos, y analizándolo desde la óptica de la  masa creciente de trabajadores-ciudadanos en precario que no consigue satisfacer sus derechos, excluidos o marginados por el sistema, estaríamos experimentando un aumento significativo de los niveles de angustia e incertidumbre en nuestra sociedad. El nobel de economía, P.Krugman define la economía de la felicidad como la situación financiera familiar o personal que le permite al individuo tener la sensación de que puede  controlar las decisiones importantes que afectan a su vida y a su futuro, para lo cual el empleo es un factor decisivo por su doble dimensión de realización personal y de generación de rentas susceptibles de transformación para el acceso y disfrute de otros derechos[7]. Analizado desde esta perspectiva, nuestra sociedad de ciudadanos-trabajadores precarios, excluidos y marginados, es cada vez menos libre y por ende, más infeliz.

En conclusión, en la economía globalizada, donde el triunfo de la utopía descendente neoliberal impone la dictadura de los mercados y el aniquilamiento de su contrario, el Estado de Bienestar, la realización de los DDHH como estándar-medida de felicidad queda relegada a una cuestión de liquidez, rentas y competitividad, a los que la clase social de ciudadanos-trabajadores precarios, excluidos y marginados del sistema, en condiciones de neoesclavitud, no puede aspirar, padeciendo por ello grandes dosis de angustia vital y de infelicidad, produciéndose una generación constante de riqueza por arriba y una presión constante de pobreza por abajo, en lo que podría definirse como una contraemancipación o nueva alienación del ser en un proceso descendente que aspira a la consumación del no ser o el hombre-producto.

Es en este contexto socio político donde hoy tiene sentido hablar de políticas de renta básica universal. Se trata de un derecho-condición, que tiene su fundamento en los principios de los Derechos Humanos, de una garantía material necesaria para que las personas puedan acceder al disfrute y ejercicio de sus Derechos Humanos en condiciones de igualdad y con ello ser más felices.

El alcance y extensión de este derecho debe ser el que permita la satisfacción de un contenido mínimo esencial, que se corresponde con el núcleo duro irrenunciable de cada derecho. Si apostamos por seguir renovando el contrato social, cualquier marco regulador de la convivencia debería incluir políticas de renta básica universal que garanticen una satisfacción material y no meramente formal de los Derechos Humanos. A menos que queramos vernos inmersos en un proceso de retroceso hacia la jungla, donde el hombre es un lobo para el hombre y compite por los recursos, simplificando todo a una verdad construida de mentiras bajo la fábula de la cigarra y la hormiga.

Finalmente, conviene recordar que el fundamento último de la dignidad humana reside en un nosotros, en la coexistancia, en la vida en sociedad. Lo que dota de sentido a nuetra existencia es precisamente tener semejantes con los que interactuar y desarrollar nuestra naturaleza, compartir vivencias, emociones, razonamientos, etc. Si optamos por la jungla y aspiramos a marginar a nuestros semejantes, debemos ser conscientes que rebajamos no sólo la dignidad de los otros, si no también nuetra propia dignidad, pues el hombre es un animal social, que diría Aristóteles, y si la sociedad que construimos es claramente insostenible y excluyente, nuestra humanidad queda gravemente cuestionada.




[1] Según la ONU, los países que ostentan tasas de felicidad más elevados son Dinamarca, Noruega, Suiza, Holanda, Suecia, Canadá, Finlandia, Austria, Islandia y Australia.
El indicador se construye a partir de tres factores: bienestar, esperanza de vida y huella ecológica, incluyendo los criterios de percepción de la corrupción, ejercicio de libertades, derechos sociales, ejercicio de la solidaridad. Habría que alejarse hasta el puesto 38 para encontrar a España, por cierto por detrás de países como Venezuela.
[2] La C.E. de 1978 ofrece un estatus garantista y de mayor protección a los derechos civiles y políticos frente a los derechos económicos, sociales y culturales, cuya presencia queda relegada a la información de las políticas económicas y sociales. En la misma dirección, los primeros tienen reserva de ley orgánica y son justiciables ante el TC, los segundos simplemente tienen reserva de ley y son justiciables únicamente cuando una ley los desarrolle.
[3] Artículo 28 DUDDHH: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos.
[4] Derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, derechos de los pueblos a la autodeterminación, derechos de colectivos (feministas, menores, personas migrantes,…) derechos de titularidad colectiva (a la tierra, al medio ambiente, a la solidaridad, al desarrollo, a la paz, etc.) y derechos al control de cuerpo y organización genética de uno mismo, en línea con avances científicos y tecnológicos.
[5] Teoría de las capacidades, A. Sen.
[6] Según datos de Cáritas, el espacio de hogares en situación de exclusión social en España ha crecido desde el 16.3% en 2007 hasta el 25.1% actual.
Actualmente hay en España 3 millones de familias en situación de pobreza severa (menos de 307€/mes) y 700.000 sin ningún tipo de ingresos. Hay 13 millones de personas en situación de exclusión y 5 millones de personas en situación de exclusión severa.
[7] Paul Krugman, “Acabad ya con esta crisis”, 2012, Madrid, ed. Crítica.